María José Navarro

Todo comenzó con una nota dentro de Orgullo y prejuicio.
Liz lo había tomado por quinta vez en el año. No porque no tuviera más libros que leer, sino porque, de algún modo, siempre encontraba algo distinto. A veces, volvía por la forma en que Elizabeth respondía con inteligencia a los comentarios más hirientes. Otras, por la torpeza arrogante de Mr Darcy, que la desesperaba, pero que, de algún modo, siempre le sacaba una sonrisa.
Entre las páginas, justo antes del primer encuentro entre Darcy y Elizabeth, había un papel doblado. No parecía accidental. Estaba estratégicamente acomodado, como si estuviera a la espera de ser leído.
“Si también te molesta que Darcy haya sido tan insufrible al principio, tal vez tengamos algo en común.”
— M.
Liz sonrió. Pensó que era alguna anotación vieja, una broma dejada por un estudiante aburrido. Pero había algo en la letra, en la forma tan… cercana de decirlo, que la hizo volver a leer la nota antes de guardar el libro.
Al día siguiente, devolvió el ejemplar. Pero antes, dejó una respuesta en una página distinta:
“Sí, fue insufrible. Pero también, brillante. Yo lo odié un poco…justo antes de empezar a quererlo”
— L.
Así comenzó.
Sin saber cómo, sin planearlo, comenzaron a escribirse entre libros. A veces usaban Cumbres borrascosas, otras veces La sombra del viento. Siempre libros con títulos largos y emociones intensas.
Las reglas eran simples:
—Solo una nota por libro (Esta debía de tener una pista de cuál sería el próximo ejemplar por el cual se iban a comunicar)
—Nada de nombres reales.
—Nada de preguntar directamente quién era el otro.
La biblioteca se volvió su lugar secreto. Mientras otros hablaban en el patio o se escondían en los pasillos, Liz iba cada dos días, con el corazón acelerado, a buscar su próximo mensaje.
“Odio los lunes, pero me gusta imaginar que tú también estás aquí, entre estos estantes, tocando las mismas páginas.”
— M.
“Hoy leí tu nota mientras fingía buscar algo para biología. Tenías razón, esta edición huele a café viejo y a soledad.”
— L.
“¿Te has preguntado si nos hemos cruzado sin saberlo? A veces escucho pasos y pienso: ¿será ella?”
— M.
Un día, él escribió:
“Última regla. Si algún día dejamos de escribirnos, prométeme que no te vas a olvidar de esta historia. Que no la vas a convertir en ‘solo una anécdota del colegio’. Porque yo no podría.”
Y luego… silencio. Ninguna nota nueva. Ninguna señal.
Liz buscó durante semanas. Recorrió la biblioteca, revisó libros, rincones, carpetas. Nada. Fue como si M. se hubiera evaporado. Hasta que, una tarde, decidió regresar a donde todo había comenzado: Orgullo y prejuicio, el ejemplar que ya conocía de memoria.
Al abrir la primera página, encontró una nueva nota. No era de M. Era de la bibliotecaria.
“Por motivos personales, el estudiante que rentaba y cuidaba de este libro con regularidad ya no asistirá más a la institución. Gracias por conservar de nuestros libros con tanto cariño.”
Liz suspiró. De alguna manera, sabía que este capítulo se había cerrado. Pero no estaba triste. Al contrario, sentía una extraña sensación de calma. En su cuaderno personal, escribió una última línea:
“Si alguna vez vuelves… estaré en la mesa del fondo, donde la luz da de frente a las cinco. Con un lazo rojo en el cabello y El Libro abierto en la página exacta donde comenzó todo.”
El día siguiente llegó, y las semanas reanudaron su rumbo habitual. Liz estaba decidida a seguir adelante, pero había algo, algo en esa mesa del fondo, algo que le atraía. Así que, un día, después de clases, volvió a la biblioteca. No pensó en las cartas, ni en su cuaderno personal, ni en M, solo pensó que quería sentarse allí, en ese rincón que tanto le había gustado. La luz a las cinco, el querer encontrar el libro y abrir la página exacta de Orgullo y prejuicio.
Al entrar, la biblioteca estaba casi vacía. Solo quedaban algunos cuantos estudiantes dispersos entre las estanterías y los pasillos. Liz se acercó a la mesa del fondo, justo como había escrito en su cuaderno, y se sentó. Trató de buscar con su mirada el ejemplar del libro, ya que la zona donde se guardaba era muy cercana a la mesa, pero allí no estaba.
Liz desistió y centró toda su atención en recorrer lentamente con la vista cada rincón de la biblioteca mientras jugaba con pequeños mechones de su cabello y hacía y deshacía rápidamente el lazo rojo que ataba el final de su trenza. En la mesa frente a ella, estaba un chico. Su mirada tenía una intensidad que le pareció increíblemente familiar. Él la miró por un momento, con una ligera sonrisa, y antes de que Liz pudiera preguntar algo, él habló.
“¿Crees en las coincidencias?” dijo, como si hubiera estado esperando a que ella respondiera rápidamente.
Liz, confundida pero intrigada, asintió lentamente. “A veces, pero solo las que hacen que todo tenga sentido.”
“¿Entonces esto no es una coincidencia?”, dijo él, levantando el ejemplar del libro con un lazo rojo, igual al que ataba su trenza, marcado en la página correcta, justo donde ella había escrito en su cuaderno que estaría.
Liz no pudo evitar sonreír, un poco sorprendida, pero también aliviada de que todo tuviera sentido de alguna manera. “¿Te refieres a…?”
“Sí,” dijo el chico, con una sonrisa tímida. “He estado esperando este momento desde que vi tu respuesta en el libro.”
En ese instante, Liz se dio cuenta de que, de alguna forma, la historia había estado escrita desde el principio. No en los libros, ni en las cartas, sino en algo más simple y hermoso: la oportunidad de encontrar a alguien con quien compartir ese momento, esa historia, ese instante perfecto.
“No lo puedo creer…” dijo Liz en voz pausada. “Pensé que todo esto había sido una broma.”
“Yo también lo pensé al principio”, respondió M. “Pero cuando vi esa nota, supe que tenía que encontrar el momento perfecto.”
Se quedaron allí, mirando la luz que se colaba por las ventanas, en la mesa del fondo, como si el universo hubiera conspirado para que sus caminos se cruzaran de esa manera. Y, por primera vez, Liz no necesitó preguntar qué pasaría después, porque en ese momento, el destino parecía haber escrito la respuesta para los dos.