Maria Alejandra Grisales 11C

Tal vez me hayas visto por ahí, caminando por los pasillos con un par de amigas o jugando en la cancha. Quizás hayas escuchado hablar de mí en algún momento, o simplemente hayas oído mi nombre cuando me llaman. Pero, muy seguramente, no me has mirado a los ojos ni conocido mi corazón.
Esa neutralidad se demuestra a diario con las personas a nuestro alrededor. A veces creemos saber quiénes son y entendemos las razones de su comportamiento, pero en realidad, pocas veces nos preocupamos por ver lo que hay en su interior: lo que tienen para ofrecerle al mundo, el mensaje único que pueden darnos y el impacto que podrían generar en nosotros tan solo con mirarnos a los ojos y mostrarnos los colores del amor y la esperanza, dos cosas que a menudo, creemos imposibles de encontrar.
Y, entre todas esas personas, hubo una que sí me miró de verdad. Una que vio mi corazón cuando ni siquiera yo sabía cómo mostrarlo. Esa persona fuiste tú.
Por eso, mi amor, hoy quiero darte las gracias a ti. Tal vez aún veas en mí a una niña insegura, con miedo de salir al mundo y sin confianza en sí misma. Pero no te has dado cuenta de lo fuerte que ahora soy, de la capacidad que tengo para expresar mis ideas. Seguramente aún creas que estoy confundida, estancada o llena de dudas, pero nunca me había sentido tan segura y confiada respecto a mi futuro, algo que tú sabías que antes me aterraba.
Y probablemente aún creas que tengo miedo: miedo a la soledad, miedo a perderte. Y sí, lo tenía. Pero tú me enseñaste, con tu partida, que los miedos deben enfrentarse. Que solo parecían tan grandes por los juegos de mi mente, porque yo misma los hacía peores. Al final, a pesar de todo, tú sostuviste mi mano, estuviste conmigo hasta el último segundo y me esperaste hasta que llegara a ti para terminar juntas una historia que yo creía que sería el final de todo… pero que en realidad, era el comienzo de un nuevo camino.
No sé si alguna vez llegaste a comprender lo que significaste para mí. Eras ese refugio al que podía acudir sin miedo a ser juzgada, el lugar donde las palabras pesaban menos y el alma descansaba. Tus gestos simples, tus risas y hasta tus silencios lograban sanar partes de mí que yo misma había dado por perdidas.
Eras como una estrella en medio de mi oscuridad: no tratabas de borrar la noche, solo de hacerla más bella. Y, de alguna forma, ese destello tuyo se quedó en mí, guiándome incluso cuando ya no estabas cerca.
A veces cierro los ojos y vuelvo a aquellos días en los que todo parecía más fácil, cuando tu risa llenaba el aire y el tiempo no corría tan rápido. Pero también aprendí que los recuerdos no son para quedarse atrapados en ellos, sino para agradecer lo que alguna vez fue.
Me di cuenta, mirando los ojos de otros, que ese amor tan grande que compartimos nunca se fue. Yo lo había rechazado por capricho, a ese ser tan grande que te hace sentir diminuta, pero seguía ahí, manifestándose en nuevas formas: en otras miradas, otras voces, otros colores. Tal vez lo entendí tarde, pero tú me enseñaste que nunca es tarde para pedir perdón, para reconocer los errores, para recoger los pedazos rotos y seguir adelante con la mirada puesta en el futuro.
Jamás podrás ver a esta nueva versión de mí: la que se atreve a dar su opinión, a preguntar lo que antes callaba, a mirar a los ojos sin temor, a salir de su zona de confort y creer de nuevo en las cosas buenas. Todavía me cuesta entender por qué me pasan ciertas cosas, pero confío plenamente en los planes de Dios, porque los planes de Dios son perfectos.
A veces no lo vemos porque nos cegamos con el miedo. Creemos que caminamos solos, que cargamos con todo el peso del mundo, pero no nos atrevemos a quitar la venda de nuestros ojos para ver que, incluso en la tormenta, hay alguien a nuestro lado: cargándonos, empujándonos, guiándonos.
Mi ángel hermoso, sé que me cuidas desde el cielo. Sé que eres mi luz, mi bendición, y aunque no logre entender completamente la transformación que hiciste en mi corazón, quiero darte las gracias por todo. Gracias por cada persona que ha llegado a mi vida, por cada lección, por cada cambio que me ha hecho mejor.
Gracias por haber existido en mi historia, por haberme enseñado a mirar con el corazón y no solo con los ojos. Porque, aunque la vida nos lleve por caminos distintos, tu resplandor, ese que alguna vez me salvó, seguirá siendo parte del cielo que me guía.
Mi corazón siempre te pertenecerá a ti, mi vida hermosa.
Con amor, tu nieta.
