Callar

María Antonia Sánchez

Era un día lluvioso, en el que la alegría de los niños no se verá opacada por más lúgubre y oscuro que se observe el cielo. Yo corría por los parques con mi larga chompa amarilla que mi madre me había comprado antes de darle inicio al invierno. Ella era una mujer seria, prevenía cualquier situación y disfrutaba de aquello que fuese antaño, aun así, nunca dejó de ser cariñosa. Vivíamos ella y yo en un pequeño pueblo en el que teníamos buena fama debido a su trabajo; se dedicaba a cuidar enfermos, siempre lloraba cuando no lograba salvar sus vidas. Mientras crecía, su seriedad fue afectándome, creé mi personalidad a partir de la de ella; me enseñó a callar, a no complacer a aquellos que me molestaran con mi voz, decía que era valiosa, crecí pensando que mi voz tenía algún super poder, por lo que era de pocas palabras.  

Ella corría tras de mí en aquel día lluvioso, a la vez que se volvía una tempestad. Ella gritaba que parara, pero yo solo escuchaba mis risas, mi alegría. Hubo un momento en el que sus gritos se detuvieron y fueron reemplazados por el fuerte sonido del freno y patinar de un carro, chocando con algo, o alguien… No quería voltear, no podía. Trataba de evadir lo evidente, solo quería dar la vuelta y verla con sus brazos extendidos listos para recibirme con aquella preciosa sonrisa que se posaba en su cara cuando estaba a mi alrededor. No volteé. Agradezco que estuviera lloviendo, pues mis lágrimas se camuflaban con las ligeras gotas de lluvia que se posaban sobre mi cara, más el color rojizo que se hacía presente sobre mi rostro no fue cubierto por estas, al contrario, mostraba lo evidente que era lo que sentía. 

Mi tío se enteró de la situación antes de que yo pudiera asimilar las cosas, y debido a la ausencia de mi padre y su familia en mi vida, mi única opción era mudarme con él. “Está bien”, pensé, “tal vez este pueda ser un inicio a una nueva vida para mí”, pero poco sabía que mis días serían infernales de ahora en adelante. Mi tío vivía en Nueva York, una enorme ciudad a comparación de mi pequeño pueblo.  

Desde que puse pie sobre el salón de clases, me di cuenta de que sería un objetivo fácil para las burlas. No compartía nada en común con los niños que yacían sentados en aquellos puestos llenos de rayones y dibujos, me atrevería a decir que lo único que teníamos en común era ser humanos, pues mientras ellos tenían el cabello de colores tan llamativos como el dorado o el rojo sangre, los ojos verdes o azules que te cautivaban y utilizaban ropas lujosas y extravagantes, yo había nacido con los ojos y el cabello marrones, no llamaba la atención y ni siquiera me podía permitir usar atuendos tan costosos.  

Mientras más crecía, mayores eran las ignominias dirigidas hacia mí, eran exiguos de empatía, pero no puedo decir lo mismo de aquellas ínfulas que se asomaban por esos ojos que nunca dejaban de perseguirme, no dejaban que su sangre circulara correctamente. 

Desde muy pequeño, mi madre me enseñó lo que era la paciencia, la cual siempre tuve muy en cuenta, a la par del silencio. Aunque mi madre me había enseñado lo que era la calma, nunca me enseñó lo que era defenderme, dejar en claro mi puesto y valor en la sociedad, supongo que es debido a que ese es el trabajo del hombre, del padre y cabeza de familia, el cual no pudo mostrarse como tal en ningún momento de mi vida. 

Como cualquier persona, mi paciencia se drenó, llegó a su fin. Un día tuve suficiente, debía hacer lo que nunca he hecho: defenderme, usar mi voz, no callar. Como era de esperarse, quien me ha molestado desde que tengo memoria se apareció frente a mí, buscando maltratarme mental y físicamente, pero no esperaba escuchar mi voz por primera vez en su vida. “¡Déjame!”, exclamé, mientras que aquellos ojos azules se abrían de par en par, “ya me harté, por favor déjame en paz por un día.” Paró. No esperaba que eso sirviera, pero poco después me enteré del porqué. Había vivido algo similar a mí, había perdido a un ser querido, me molestaba porque yo sabía manejar mejor las situaciones que él, también porque pensaba que era la única forma de dejar ir todos esos sentimientos encontrados.  

No sabía que mi voz en verdad tenía un super poder, no volveré a callar. 

Momentos ideales para callar - romantica

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