Pedro López Cataño 11°
Desde que aprendimos a caminar erguidos hemos experimentado una sed insaciable de conocimiento. Le rendimos culto a innumerables dioses, atribuyéndoles los fenómenos que observábamos con ignorancia. Desde el fuego a las estaciones, carecíamos de cualquier explicación lógica para lo que veíamos y, por tanto, concebimos deidades de mil formas distintas para darnos consuelo. Sin embargo, pareciera que en la actualidad dispusiéramos que tanto conocimiento que se nos hace innecesario recurrir a un dios para comprender el mundo que nos rodea. Teniendo una justificación para cada proceso que ocurre en el universo, ¿es la fe razonable?
Resulta extraño que, a pesar de decir conocer tan bien su realidad, el ser humano esté tan lejos de comprenderse a sí mismo. Al preguntarle a un científico por las leyes que rigen nuestro universo, dará una definición segura y concisa, o bien aventurará una respuesta lógica. No obstante, al encontrarse con el enigma existencial del sentido de la vida no tendrá más remedio que admitir su incapacidad para descifrarlo. Encontrándose al borde del abismo de su propio entendimiento, el hombre grita pidiendo respuestas y solo recibe el eco de su voz desesperada. Chocan sus deseos de comprender una verdad absoluta con la irreductibilidad de su existencia a un único concepto; encuentra que el universo le es totalmente indiferente, y al darse cuenta de esto pierde toda esperanza. Sin embargo, es en este horizonte de sucesos donde puede ocurrir algo muy curioso: el nacimiento de Dios como concepto.
El cisma filosófico anteriormente descrito es el límite de la razón humana. Más allá de él, cualquier conclusión a la que lleguemos será una conjetura. Esto, sin embargo, no le quita valor a la idea de un dios, pues el mismo concepto de un ser superior involucra separarse temporalmente de la lógica. Al tomar a este ser como parte de la ecuación estamos admitiendo nuestra pueril inocencia ante el universo, deshaciéndonos de nuestro afán de saberlo todo y dándole un voto de confianza a una deidad que nos proteja de lo desconocido. La fe es, de cierta manera, un acto de humildad. Muchos ateos argumentan en contra de la religión porque no encuentran en ella sentido a partir de un análisis riguroso, pero ignoran que Dios es la lógica que supera cualquier lógica; la razón que trasciende toda razón.
Intentar justificar la existencia del ser supremo lo traiciona. Creer implica adentrarse con intrepidez en su mar de misterios, y entregarnos completamente a Él.