Miguel Melo 11°B
Eran los mediados de los 60’s, en los cines se presentaba el hito filmográfico 2001: A Space Odyssey, se vivía y sentía el emocionante festival de Woodstock, el movimiento hippie estaba en su auge, se escuchaban los clásicos del rock, los Rolling Stones, Led Zepellin, y también se escuchaban los aturdidores cañonazos y bombas de napalm y agente naranja que se sorteaban ambos bandos en el cruento acabose que significó la guerra de Vietnam. Lyndon B. Johnson, cuyo mandato como presidente de los Estados Unidos continuó el paradójico legado de las pésimas decisiones que los progresistas que residen la Casa Blanca toman en materia de política exterior, escuchaba en su domicilio en la Avenida Pensilvania las arengas de los miles de protestantes de “The Mobe” que exigían terminar de una vez por todas esta guerra absurda, como todas las demás, “Hey, hey, LBJ, how many kids did you kill today?”.
Nadie ofrece tanto como el que no va a cumplir decía Quevedo por allá en el siglo XVII y en las elecciones, más que un aforismo es una realidad. En Estados Unidos se daban las elecciones del ’68. Johnson no se presentó a una posible reelección, pues sabía que sus grandes contribuciones sociales como la lucha contra el racismo, el seguro médico para pobres y ancianos, y en últimas la construcción del ideal de la ‘Gran Sociedad’, no serían suficientes ante el escrutinio público que le achacaba la muerte de miles de compatriotas americanos muertos en suelo indochino. Por ende, ganó el candidato del partido opuesto, Richard Nixon, el hombre de las promesas rotas, que le dio una vuelta de 360 grados a la guerra de Vietnam, 360 grados porque sería lo mismo, sino que con Nixon en la oficina Oval.
Nixon fue un hombre más insaciable en la guerra que Johnson, pues este la expandió a otros países como Camboya y Laos, no envió tropas en lo que sería otra guerra interminable, fue más ambicioso, bombardeó ambas naciones con más de 350 millones de explosivos, ocho bombas por minuto fueron lanzadas sobre Laos, Vietnam y Camboya superando el número de bombas lanzadas durante toda la II Guerra Mundial. La guerra terminaría tiempo después por medio de acuerdos y bajo el secreto a gritos de que Estados Unidos era incapaz de ganar tal guerra. Lo contado anteriormente muestra el panorama general de la hecatombe que fue la guerra de Vietnam, pero se debe indagar sobre un tema un tanto sutil ¿Por qué acabó la guerra?
Un nombre esencial al hablar del fin de la Guerra de Vietnam es Walter Cronkite. Él fue uno de los primeros periodistas en reportar los horrores de las batallas y combates de la guerra, mostrando ejecuciones a líderes de la guerrilla de Vietnam, el Viet Cong. Detrás de Cronkite le siguieron Seymour Hersh y Nick Ut, ambos periodistas que reportaban lo peor de la guerra. Hersh fotografió las matanzas de My Lai perpetradas por el glorioso ejército de los Estados Unidos de Norteamérica, cuyo teniente Calley ordenó la muerte de ancianos, niños y mujeres que en la guerra no tenían lugar, y sus muertes espantosas fueron, vientres abiertos, nucas desnucadas, embarazadas a las que les abrían sus estómagos, mataban al feto en frente de la madre y luego la asesinaban, imágenes que quedaron impregnadas en la mente de aquellos que las vieron. Por su parte, Ut fue el fotógrafo de la célebre foto que recorrió el mundo, Kim Phuc de 9 años corriendo desnuda hacia la cámara, escapando del mortal ataque de napalm durante la guerra.
Un punto clave de estos periodistas fue el hecho de que estas atroces acciones tomadas por el ejército americano en la guerra no solo fueron publicadas en los mejores periódicos de Estados Unidos y el mundo, sino que miles de horas de videos sobre la guerra (que recorrían los televisores de la población) eran puestos al aire en la televisión nacional mostrando los horrores, la guerra pasó de estar en la selvática Indochina a estar en el estar de televisión de cada americano. El mejor aliado de Vietnam no fue la Unión Soviética sino los medios norteamericanos. “The Mobe” fue el resultado directo de estas transmisiones, vulgares, grotescas, aterradoras, amarillistas pero reales de lo que sucedía, las arengas no eran inventos, eran la proyección de lo que se veía. El movimiento por los derechos civiles, y el movimiento afroamericano en cabeza de Fred Hampton, líder de las Panteras Negras asesinado por el FBI, se rebelaron contra el gobierno y la guerra la consideraban inútil, argüían que los afroamericanos podían morir en la guerra, pero no protestar por sus derechos, y que por eso ningún afroamericano debería enlistarse. El movimiento ‘hippie’ tomó fuerzas y también se opuso a la guerra. El estallido social que provocaron las transmisiones de la guerra de Vietnam fue increíble, mostrándole al mundo que el periodismo, aquel que con razón Burke llamaba el cuarto poder, tiene la capacidad de acabar con una guerra.
Si intentásemos un experimento parecido en la actualidad con guerras o conflictos como en Yemen, el Sahel o porqué no, en Colombia, y si quizás se mostrase los nocivos efectos de la pandemia, el ensayo sería un desastre por dos razones. En los 60s en Estados Unidos este efecto dio resultado porque rara vez las personas, con un estatus social medio y alto se exponían a tan desgarrador acontecimiento y hacia que esta realidad impactara con su día a día, por otro lado, en la contemporaneidad estamos expuestos siempre a noticias trágicas a cada hora. Gracias a la globalización sabemos de aquella matanza en África, de este maremoto en Asia, de la explosión en Europa, con cifras de miles de muertos diarios que los tomamos como estadísticas y no como personas, desarrollando en las personas algún tipo de insensibilidad hacia el otro, quizás por desidia, quizás por impotencia, pero al fin y al cabo es esta apatía, intencional o no, la que nos impide sentir la desgracia de los demás para proceder a ayudarles. La segunda razón deriva del hecho de que después de que los estadounidenses perdiesen la guerra tan estrepitosamente ante los medios, los siguientes presidentes tomaron el asunto de manera más seria, y vetaron a los periodistas de ir directamente al horror, al fuego y a la tierra de nadie. Los periodistas desde entonces llegaban a alguna base militar donde se les brindaba lo que debían decir, ni más ni menos, para que los Estados Unidos jamás volviesen a ver la aversión de la guerra. Lo anterior ocurrió en la invasión de Granada, Iraq y Afganistán, que solo gracias a Chelsea Manning y Julian Assange se mostró lo que realmente ocurrió en estas guerras de falsa bandera.
Empatía sería la palabra correcta de lo que nos puede enseñar el periodismo en las guerras, de tomar a las personas que han muerto en la guerra, no como otra estadística, sino como catalizadores para llegar a la paz, de no quedarnos en un simple lamento de aquella u otra situación y olvidarla tiempo después. Y aunque muy grotesco que parezca he de creer que incomodar a las personas, hacer que tengan un golpe psicológico con su realidad y con la de los demás, es el único medio por el cual las masas se paran, rechazan su statu quo y cambian lo que debe ser cambiado, una guerra, una injusticia o una desigualdad.