Una Melodía Entre el Silencio

Miguel Vallejo Duque

Tercer puesto en el Premio Lidera 2024, (creación literaria, categoría cuento).

Una dulce melodía surgía de la flauta de Yumo, llenando el silencioso aire nocturno con sus agradables tonos. Tocar su instrumento le brindaba una distracción en las largas noches de sus travesías marítimas, donde normalmente el tétrico silencio lo llevaba a recordar días difíciles. Esas memorias… era mejor dejarlas en segundo plano y concentrarse en lo que realmente importaba.

Unas pocas semanas antes, el joven músico había huido de su tierra natal para unirse a un grupo que buscaba encontrar un fin a la guerra que no involucrara la violencia. Su familia, sin embargo, quería que él se enlistara en el ejército para contribuir a la gloria del gran imperio de Azuma. Yumo, que siempre había sentido una gran repulsión por las tendencias sanguinarias de su país, decidió escapar. Fue un gran riesgo, sí, pero gracias a eso encontró la banda con la que ahora viajaba. Eran un equipo peculiar; todos provenían de naciones distintas, cosa que resultaba milagrosa en un mundo envuelto por un conflicto global. Pertenecer a aquel grupo de pacifistas enorgullecía enormemente a Yumo, pues le hacía pensar que tenía un propósito más allá de la violencia expansionista que plagaba su existencia desde la infancia.

Yumo terminó su canción y contempló el firmamento. Aunque el silencio de la noche lo incomodaba, siempre le habían gustado las estrellas. Había algo místico en ellas que no podía sentir con nada más. Nada, excepto su música. Eran esas dos cosas tan extrañas pero tan fascinantes que le daban la motivación para seguir adelante cuando la crueldad de su mundo le hacía perder la esperanza.

Él se paró del banco en el que estaba sentado, cerca a la proa del velero, y se dirigió a la planta baja, donde estaban las hamacas; la mayoría de sus compañeros ya dormían tranquilamente, salvo por los que hacían de vigía y navegante esa noche. Yumo se dirigió a su hamaca y se desplomó sobre ella, cansado después de pasar gran parte de la noche tocando su flauta. Le dio una última mirada al sereno cuarto, y se preguntó si aquella paz duraría mucho más. Considerando que al día siguiente llegarían a su destino, no lo creía muy posible.

Sin embargo, Yumo se había hecho un juramento al subirse a ese barco. Su propio bienestar no era importante, siempre y cuando pudiera dedicarse a terminar el sufrimiento de las demás personas. Si podía lograr eso, tener una vida turbulenta parecía un intercambio justo.

Yumo se levantó junto con varios de sus compañeros que también comenzaban a desperezarse y estirarse. Aunque ya hubiera pasado un tiempo con ellos, le costaba recordar sus nombres, por lo que no saludó a nadie en específico. Hizo un gesto general hacia los demás, y se dirigió escaleras arriba para buscar algo de comer. Una vez en la cubierta, buscó en uno de los barriles de provisiones que habían sacado de la bodega para tener alimentos de fácil acceso. Encontró un pancito y empezó a comerlo mientras miraba al vasto océano. Una masa apareció en el horizonte, y se hacía más grande cada segundo.

—¡Tierra! —exclamó el vigía desde la punta del mástil. Su voz parecía algo preocupada.

El hombre bajó rápidamente la escalera y se dirigió, todavía agitado, hacia el capitán del barco. Yumo pudo oír su conversación:

—¡Señor! Vi muchas columnas de humo en la isla. Me temo que hayamos llegado demasiado tarde —dijo el marino.

El capitán, un hombre fornido de los desiertos occidentales llamado Ahu, miró la isla a la que lentamente se acercaban. Yumo, curioso, observó también. Tal como lo había dicho el vigía, grandes humaredas aparecían en el horizonte, y no parecían provenir de ninguna fogata.

No, la isla estaba en llamas.

—¡Diablos! ¿Acaso esos werhelianos no son capaces de dejar una sola aldea en paz? ¡Ahí solo viven pescadores! —exclamó Ahu. —Tenemos que llegar a la orilla lo antes posible. ¡Todos a cubierta! ¡Rápido, rápido!

Yumo se puso de pie y comenzó a ayudar a la tripulación. Desató cuerdas, pasó baldes y remos, y corrió por todo el barco. Después de lo que pareció una eternidad de trabajo frenético, por fin alcanzaron la playa y soltaron el ancla. Una

vez se detuvo el barco, el capitán Ahu comenzó a delegar trabajos a todos los miembros del equipo.

—Quiero a Calisto y Amón en aquí en el barco. Ewan y Ori, lleven sus equipos al sur de la isla; veo mucho humo por esa zona. Shura y Bernard, sus equipos vienen conmigo a esa aldea al norte. Parece que necesitan bastante ayuda. Ida y Yumo, tomen barriles con comida y busquen refugiados. Intenten reunir a los que más puedan para que el equipo médico pueda ser más eficiente. ¡Vamos, vamos! ¡No podemos perder más tiempo!

Terminadas las instrucciones, toda la tripulación comenzó a moverse hacia sus objetivos. Yumo encontró a Ida ya en la bodega, cargándose un barril a su espalda. También portaba una bolsita de tela en la que cargaba sus implementos para cocinar. Ida era una joven con los cabellos rubios del norte, que había huido de su hogar después de que fuera destruido en un ataque. Según Yumo había escuchado, ella provenía de una familia de reconocidos cocineros y se había unido a la banda para usar sus habilidades para ayudar a los que realmente lo necesitaban.

Yumo e Ida bajaron del barco y emprendieron su camino, cada uno con un barril lleno de comida y provisiones. Antes de salir, se habían topado con el capitán, que les recomendó andar por la jungla para evitar ser detectados por tropas de Werhel. Como ellos dos eran los miembros más débiles físicamente, apreciaron el consejo. Se adentraron entre los árboles y comenzaron su búsqueda.

Esta isla era como cualquier otra en el archipiélago de Azuma: una selva tropical en el centro, con varias aldeas pescadoras en las regiones más cercanas a la playa. Mientras caminaban, Yumo notó que había muchos árboles caídos y la falta de animales por toda la jungla. Eso lo preocupó, porque podría indicar que el ataque había ocurrido mucho antes de lo que ellos pensaban y que las columnas de humo eran simplemente las ruinas que terminaban de quemarse.

—Todo es tan… silencioso —dijo de repente Ida—. ¿No se supone que las islas Azumitas están llenas de pájaros cantores y animales exóticos?

—Tenemos que apresurarnos. Esto no me gusta para nada —respondió Yumo.

—Tengo miedo, Yumo. ¿Y si ya no queda nadie en la isla? ¿Y si realmente llegamos demasiado tarde para ayudarlos? —continuó Ida, con temor en su hablar.

—Tenemos que confiar. Si pensamos así, no podremos ayudar a nadie.

Aunque intentó transmitir coraje con sus palabras, la verdad era que Yumo se sentía incluso más temeroso que Ida. El silencio del lugar lo estaba poniendo cada vez más intranquilo, y ya temía que lo peor había pasado.

Siguieron caminando sin mucho más que resaltar. Para dispersar el silencio, Yumo le hizo preguntas a Ida sobre su vida y su pasado, y le sorprendió lo dispuesta que la joven estaba a responder. Le contó que, de vuelta en su aldea, un pequeño pueblo llamado Eldi en las frígidas montañas de Fjallaval, sus padres manejaban las cocinas de la comunidad y la estaban formando para ser panadera. Todo cambió en un día que unos hombres misteriosos atacaron y saquearon la zona, dejando la aldea destruida y la mayoría de sus habitantes muertos o desaparecidos. Ida logró oír gracias a sus padres, que distrajeron a los agresores el tiempo suficiente para que ella corriera de allí. Poco después, se topó con el grupo de Ahu, que le ayudó a ella y a los pocos sobrevivientes que salieron de Eldi. Inspirada por los ideales del capitán y sin un hogar al que regresar, Ida se unió al grupo para prevenir catástrofes como la que le había ocurrido a ella.

Pasado el mediodía, Yumo e Ida encontraron una parte de la jungla en la que había un camino más definido y comenzaron a seguirlo.

—Huele raro —dijo Ida.

—Vamos con cuidado —respondió Yumo.

No tardaron mucho para encontrar la fuente del olor. Desafortunadamente, también descubrieron qué era.

Más humo. Subiendo de las ruinas de una aldea completamente destruida. Los muros de pierda hechos añicos, la madera quemada y las ventanas fragmentadas. El suelo ya no parecía estar hecho de tierra sino de cenizas.

Eso no era lo peor, sin embargo. Lo peor era el silencio. Un silencio ensordecedor, aquel que nunca debería existir en un lugar habitado por humanos. Y aún así ahí estaba. Un silencio que lo consumía todo, que marcaba la aniquilación completa de todo lo que vivía.

Entonces lo recordó. Una escena similar, en una isla similar. Una familia regresando a su aldea después de un día recolectando frutas, solo para encontrar ruinas y silencio. Un niño confundido y asustado, preguntándose qué le había pasado a su casa y a sus amigos. Una madre dejando caer una lágrima silenciosa, y un padre que contenía su ira porque gritar ya era inútil. Lo habían perdido todo bajo una noche sin estrellas, y no quedaba ni siquiera un sonido en aquel lugar que alguna vez fue un pueblo ajetreado.

Abrumado por lo que estaba viendo, Yumo cayó al piso de rodillas. Lo peor había sucedido y no pudo hacer nada para evitarlo. ¿Realmente creyó que con su flauta y actitud positiva podría cambiar algo? Esto solo demostraba que la crueldad del mundo siempre estaría ahí, lista para arruinar a todos aquellos que pensaran que todavía existía la esperanza.

Pero algo era diferente esta vez.

En la distancia, se lograba escuchar un tenue sonido. Yumo, desesperado, corrió para buscarlo, dejando atrás a Ida y los barriles. Cruzó las ruinas de la aldea, y detrás de un muro destruido encontró a un pequeño niño que lloraba. Sus piernas estaban heridas y tenía un aspecto inmundo, pero seguía vivo. Cuando Yumo se acercó, el pequeño se estremeció y lo miró con desdén.

—Tranquilo. Vine a ayudarte —aclaró Yumo.

En ese momento, Ida llegó corriendo y notó al niño.

—¡Oh! ¡Tenemos que hacer algo! —exclamó—. ¿Qué les pasó a los demás habitantes? —le preguntó al chico.

—Están… por allá —contestó el joven entre sollozos, con una voz derrotada.

Al mismo tiempo, apuntó a un camino que parecía salir a la playa. De allí surgían más sonidos, cosa que a Yumo le pareció un milagro.

Ida tomó la iniciativa.

—Volveré por los barriles para traerle algo de comida a este chico. Tú ve a buscar a las demás personas, no me tardaré en alcanzarte —le dijo la joven.

—Claro. Gritaré si pasa algo malo. Cuídate —respondió Yumo.

Empezaron a correr en direcciones opuestas, los dos llenos de determinación por rescatar lo que pudiesen de aquella catástrofe.

Yumo siguió el camino que el niño había señalado, y pronto después se topó con un grupo de personas con aspecto abatido, sentadas sobre algunos tronos caídos. Muchos de ellos tenían las manos o las piernas atadas. Yumo se apresuró a desamarrarlos, pero algunos parecían preocupados por su repentina aparición.

—¡Oye! ¿Tú quién eres? ¿Quieres que nos maten? —susurró uno con severidad—. Pueden volver en cualquier momento.

—¡No te muevas! —repuso Yumo—. Así te puedo desamarrar más rápido. Pronto vendrá mi compañera con comida y el resto de mi grupo con medicamentos. Solo necesito que aguanten un momento más.

Siguió desatando, y fue mucho más rápido de lo que se creía capaz. Pronto estaban libres casi todos los cautivos, excepto uno. Sin embargo, antes de que pudiera liberarlo, se escucharon pasos que se acercaban. Yumo continuó deshaciendo el nudo, pero no logró terminar antes de que llegaran los soldados.

Unos veinte hombres portando el llamativo uniforme del ejército werheliano y afiladas lanzas de plata llegaron al lugar, y al ver a sus prisioneros liberados, se vieron sorprendidos. Uno de ellos, que parecía ser su líder dio un paso adelante.

—¿Qué está pasando aquí? Soldados, ¡en formación! Que no se escape ninguno —ordenó el capitán.

Los soldados nivelaron sus lanzas, apuntándolas a Yumo y los habitantes de la isla. Confundido y asustado, Yumo hizo lo primero que se le ocurrió para lidiar con el problema: saltar frente a todos y comenzar a tocar su flauta. Era ridículo, y probablemente significaría ser atravesado por armas punzantes, pero era lo único en lo que podía confiar en ese momento.

La melodía que entonces surgió del instrumento fue una de coraje y esperanza. Yumo derrochó todos sus sentimientos de dolor y tristeza en la canción, pero también expresó la motivación que la música le brindaba en tiempos difíciles. Sí, el silencio era abrumador. Pero la música podía llenarlo y convertirlo en algo maravilloso.

Los soldados y los aldeanos escucharon su canción y parecieron caer en un trance. Mientras Yumo tocaba, lanzas caían al piso y expresiones de ira se convertían en caras conmovidas. La música siguió por un rato, hasta que Yumo, de repente exhausto, se detuvo. Algunos de los presentes aplaudieron, pero la mayoría se mantuvieron en silencio.

Poco después, el líder de los soldados habló:

—¿Qué… qué fue eso? —dijo con una voz atónita—. Es como si… como si… —balbuceó.

Yumo se llenó de valentía para alzar la voz y dirigirse al capitán.

—Esa canción fue una declaración. Una declaración por la paz, porque estamos cansados de la violencia sin sentido. Nosotros, la gente corriente, no queremos pasar nuestras vidas luchando con otras personas simplemente porque tienen otra cultura o viven en tierras que nuestros gobernantes quieren. Nosotros queremos poder vivir tranquilos, sin tener que preocuparnos por las vidas de nuestros amigos en todo momento. Lo único que queremos es la paz. Por favor, escúcheme. ¿Realmente cree que la gente estará feliz después de ser

conquistada? ¿En serio pretende lograr algo como sociedad después de aplastar a personas inocentes por ninguna razón fuera de la gloria de su propia nación?

El soldado escuchó a Yumo con una expresión pensativa. Sus hombres también oyeron, y sus expresiones se teñían de culpa y remordimiento mientras caían en cuenta de lo que les decía el joven músico.

Por fin, el capitán habló:

—¿Sabes, chico? Tienes razón. Yo también estoy cansado de luchar —le dijo—. Soldados, ¡suelten sus armas! Volvemos a casa, a ver si podemos ayudar a este joven a detener la guerra.

Yumo, sorprendido, vio como los soldados de Werhel, supuestamente entre los más violentos de todo el mundo, soltaban sus lanzas y se daban media vuelta, dejando libres a los aldeanos. Todos los que quedaban empezaron a celebrar y abrazarse entre sí, pues habían encontrado esperanza en un lugar que ya no había.

Fue en ese momento que llegó Ida con el niño de antes, que tenía dificultad caminando por las heridas en su pierna. Sin embargo, cuando se acercaron, el chico le dijo algo a Ida, que lo soltó. Con su propia fuerza, el niño caminó hacia una mujer mayor y la abrazó. La señora comenzó a soltar lágrimas, y mirando a Yumo e Ida dio las gracias.

Entonces Ida le preguntó:

—¿Y tú qué hiciste aquí?

—Les di esperanza —respondió Yumo.

—¿Y los soldados?

—Se marcharon.

—Entonces, ¿lo logramos?

—Eso parece. Al menos por ahora.

Ida se rio, con una expresión de alivio en su cara.

—Ven, ayúdame a traer los barriles. Aún falta mucho por hacer.

—Claro. Apenas es un inicio.

Los dos jóvenes entonces regresaron por los barriles llenos de comida. Apenas comenzaban su viaje, y aunque tenían un largo camino por delante, habían encontrado la motivación para alcanzar su meta. Más aún, habían encontrado algo con qué llenar el vacío y convertir el sufrimiento en sonrisas.

Fue así como comenzó la historia de los héroes que por fin devolvieron la paz al mundo.

FIN.

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