Universos Paralelos

Anónimo

Santiago, prácticamente, nunca había salido del Poblado. Obviamente se había ido de viaje, e iba a visitar a sus abuelos fuera de la ciudad, pero nunca había permanecido mucho tiempo fuera de la comuna 14. Claro, para un niño nacido en una familia rica, no había necesidad de hacerlo. Todo estaba allí; su colegio, su casa, sus amigos y su familia. Su vida entera ocurría en esos veintitantos kilómetros cuadrados, y no le hacía falta nada más. Le encantaba vivir tranquilamente, relajado, comiendo lo que le viniera en gana, pidiéndole a sus padres lo que se le ocurriera. No le preocupaba nada ni nadie que no estuviera dentro de su familia y amigos. Ocasionalmente, veía las noticias con su padre mientras este desayunaba, pero las historias que ahí observaba eran para él solo eso, historias, como las que encontraría en un libro de esos que a él le gustaban, escrito con letra grande y lleno de imágenes a todo color.

Un día, su colegio decidió sacarlos a sus compañeros y a él de aquella burbuja en la que se encontraban, llevándolos a visitar un hogar para niños huérfanos en una zona de escasos recursos de Medellín. Para él sería toda una experiencia, puesto que no conocía casi nada de la ciudad. Algo tan simple como una estación del metro le resultaba extraño, y no lograba ubicarse en ningún lugar ajeno a los sitios que frecuentaba.

Salieron en un bus grande contratado por el colegio, con cojinería de colores vivos y gabinetes para el equipaje. Los niños gritaban y jugaban, y los profesores, desesperados, les pedían constantemente que se calmaran. Santiago, por su parte, miraba por la ventana, extrañado ante todo lo que antes ignoraba. El río, la gente caminando por montones en la calle, los vendedores ambulantes, y la pobreza. ¡Cuánta pobreza veía! Gente buscando comida en basureras, hombres dormidos

En la acera, acostados sobre periódicos, tugurios hechos de poco más que madera y bolsas de plástico… Nunca se había percatado de todo eso, y se encontraba impactado. Pero lo que sentía no era tristeza o compasión, sino una especie de repulsión. Sentía que ese mundo era algo tóxico y desagradable, totalmente ajeno a su propia vida. Y con ese pensamiento, siguió mirando por la ventana, como hipnotizado, hasta que llegaron a su destino.

La casa era grande y blanca, con barrotes en las ventanas que alguna vez habían sido coloridos. El lugar no parecía precisamente feliz. Al entrar, la lúgubre iluminación les dejó claro a todos que aquel no era un sitio donde pasar la infancia. Los niños y sus cuidadores los recibieron con mucha amabilidad, saludando con respeto y presentándose uno a uno. Santiago y sus compañeros hicieron lo mismo. Luego de unos segundos de silencio incómodo, los adultos decidieron empezar algún juego para que los niños se integraran. Los últimos improvisaron unas canchas con botellas, cogieron su pelota de trapo, y se dispusieron a jugar al fútbol. Santiago, extrañado, se preguntó cómo podían jugar sin guayos, grama o balón. Al principio se mostró reacio a jugar, pero al ver lo mucho que se estaban divirtiendo sus amigos, entró al partido. El otro equipo era realmente bueno. Regateaban y corrían con una agilidad sobrehumana, dejándolos a él y sus amigos completamente indefensos. Al cabo de unos minutos, y sintiéndose impotente, desistió por simple frustración.

Sin mucho que hacer, se sentó en un rincón a observar el partido. Al verlo, uno de los niños (Miguel, recordó) se le acercó y comenzó a hablarle. Su ropa estaba rota y desteñida, y le quedaba pequeñísima.

—¿Qué pasó, hermano? —le preguntó—, ¿Te dio miedo?

—Nada —dijo—. No quiero jugar.

El muchacho se le acercó rápidamente, y Santiago, sobresaltado, se alejó un poco.

—¿Qué? —exclamó—. Tranquilo, que yo no muerdo. Vení pues, juguemos, no seás pato.

—No, hombre, ustedes son muy buenos. No tengo por qué seguir —replicó Santiago.

—¡Ay! Dale pues, es un juego, mirá que estamos todos, no vas a ser el único que se quede afuera.

Dicho esto, le tendió la mano, y le ayudó a levantarse. Santiago volvió al partido a regañadientes, aún disgustado por el juego y por su situación. No veía la hora de salir de ese lugar, de alejarse de esa pobreza y volver a vivir su vida normal. No se lo podía mencionar a nadie, pues no quería sonar descortés, pero lo que sentía era asco. El aspecto de los niños, la suciedad de la casa y los indigentes acostados en la calle, todo le provocaba aversión. Detestaba esa realidad y solo quería volver a su casa, donde todo estaba limpio y nadie pasaba necesidades.

El partido terminó con un marcador aplastante a favor del equipo local, y todos se sentaron a comer. El colegio de Santiago se había encargado de comprar papas, hamburguesas y gaseosas suficientes para los niños del hogar, pidiéndoles a sus estudiantes que llevasen su propia comida. Esto solo le parecía injusto. No entendía por qué ellos se tenían que conformar con un almuerzo normal cuando los otros disfrutaban de semejante banquete. Se sentó solo a comerse el almuerzo que le había preparado su empleada, pero llegó Miguel y se hizo al lado suyo. Le ofreció algunas papas de su caja, que Santiago aceptó con gusto.

—A vos lo que te pasa es que te creés más que nosotros —dijo, como si hubiese estado leyendo sus pensamientos—. No querías jugar porque te daba rabia que te ganaran unos niños pobres.

Santiago se quedó callado. No quería responder a las acusaciones, en parte por vergüenza y en parte por miedo.

—Tranquilo, hombre, ya estoy acostumbrado —dijo Miguel—. La gente que llega acá siempre tiene miedo, o nos odia, pero ellos no tienen la culpa. No entienden lo que es vivir así. Mirá, vos y yo somos parecidos. Lo único que nos diferencia es dónde nacimos.

—Pues sí —dijo Santiago, aún apenado—. Tenés razón. Perdón por ser así con ustedes.

—No te tenés que disculpar, pero sí respetanos, que no hemos hecho nada malo.

No había mucho más de qué hablar, así que ambos siguieron comiendo hasta haber vaciado sus platos. Eso le dio tiempo a Santiago de reflexionar. Se dio cuenta de su error al juzgarlos por sus necesidades, y se preguntó si realmente eran tan diferentes como él pensaba. Al fin y al cabo, eran personas, tenían la misma edad y respiraban el mismo aire que ellos.

Eran más o menos las dos de la tarde, y aún había tiempo para jugar. Ya cansados por el partido, optaron por juegos que no requiriesen mucho esfuerzo físico. Al cabo de unas horas, llegó el momento de irse, y los niños se despidieron.

—Voy a volver cuando pueda —le dijo Santiago a Miguel.

—Sí, claro, eso dicen todos —respondió él con tristeza—. Todos prometen que van a volver, y ni se acuerdan de nosotros.

—No, de verdad —le aseguró—. No me voy a olvidar de nadie. Además, nuestro colegio nos tiene que traer.

—Ojalá que sí volvás. Vos me caíste bien.

Así, se dieron la mano y se despidieron una última vez.

En el camino de vuelta, Santiago no pudo dejar de pensar en la dura vida de su nuevo amigo. No comprendía por qué existía tanta desigualdad, ni por qué la gente tenía que sufrir tanto. Hasta entonces, no se había dado cuenta de lo fácil que era su vida, pero luego de ese día aprendió a no dar nada por sentado, y valorar aquellas cosas que le resultaban insignificantes, pero a tantas personas les hacían falta.

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