Vida: Historia de una muerte esperada

Cristóbal Díaz Parra 9°C 

La vida es un libro cuyo final ya se conoce, sólo se debe leer para entender qué ocurre hasta que el final llegue. 

Creo que nací entre el décimo y el vigesimocuarto día de uno de los primeros meses del año, pero nunca me interesó saber qué año. Habité una casa espaciosa rodeado de tres personas y un canino: mis papás, mi hermano, y un perro cuyo nombre tampoco fue de mi interés. Asistí a la misma escuela desde que aprendí a usar la memoria, pero ésta no la gasté para recordar las cosas que me pretendían enseñar. No sólo no me importaba el colegio, sino que no lo hacía nada; no me interesaba la vida de nadie, la fauna y la flora eran ignoradas por mí… 

No soy alguien normal, eso no es un secreto, pero esos aspectos en los que soy diferente me arruinaron. Todo a mi alrededor desapareció, o tal vez lo que desapareció se encontraba en mi interior. 

Los sentimientos y emociones decidieron no habitarme; la alegría, la paz o el amor no los he sentido, pero, al no saber qué se sienten, no los he necesitado.  

Lo que todos llaman “vida”, yo lo conozco como la historia de una muerte segura y el proceso de decadencia de una persona. Siempre he considerado absurdo el temor a la muerte, pues es como tener miedo a vivir, ya que es algo inevitable. No se debe intentar evadir lo inevitable, pues todo lo que es, es así por algún motivo, de no ser así, seríamos inmortales. Y, por el otro lado, he observado la muerte como el desenlace o el paso final del proceso de decadencia. Entonces, si no podemos escapar de la muerte, ¿por qué no apresurarla u ocasionarla nosotros mismos? 

Hay un momento para todo, y si hay algo que sé es que, apresurar los eventos solo trae consecuencias negativas. Lo que ocurre es que unos no quieren morir por la incertidumbre de qué sucede después; otros por no dejar lo material y las riquezas que tienen, pero este no es mi caso  

De mi infancia y adolescencia recuerdo poco, pues nada se me hacía lo suficientemente importante como para almacenarlo entre mis recuerdos. Solo un aspecto fue forzado a entrar en mi mente, ya que era algo que escuchaba todos los días. Cada persona que pasaba por mi lado me hacía preguntas sobre mis autos, la fortuna de mi familia, o cómo era la vida de un niño rico. También exaltaban el supuesto amor que brindaba mi familia y lo afortunado que era por tener tantas cosas. Nunca respondí, principalmente por dos motivos; primero porque no me interesaba lo que me dijeran y en segundo lugar porque ni siquiera entendía a qué se referían. En mi casa no veía tantos autos, o decoraciones lujosas, y todo lo que tenía se me hacía normal, no era algo que la gente debería envidiar.  

Uno de mis problemas era que, como siempre supe que iba a morir, solo pensaba en eso. Si algún día todos moriremos, ¿para qué esforzarnos en obtener cosas? No me esforcé en la escuela, no quise crear lazos con desconocidos o familiares, nunca trabajé. Viví esperando la muerte, existí sin preocupación alguna, pero no de esa manera de llevar una “vida extrema”, yendo de fiesta en fiesta y siempre estando al límite, sino que no había nada que me perturbara.  No puedo afirmar que tuve una vida buena, pues no supe con certeza qué significaba, pero tampoco puedo decir lo contrario.  

Todo parecía regular hasta que una mañana desperté y el canino no estaba. Rápidamente y sin darle importancia asumí que se había perdido, lo que no me generó impacto alguno. Salí de casa a caminar durante todo el día, deteniéndome solo para comer, como lo hacía a diario. Pasando por el parque que quedaba a unas cuantas cuadras de mi casa, noté algo un tanto extraño: no había ni un animal. El ruido de los pájaros y los grillos que escuchaba constantemente había cesado; los mosquitos y mariposas que revoloteaban a mi alrededor ya no lo hacían y la gente ya no estaba acompañada de sus mascotas. Mi ignorancia no me llevó a hacer más que una mirada de confusión dirigida hacia nada y seguir caminando por la ciudad. Lo extraño fue que nadie de mi familia comentó una palabra respecto al asunto, ya que normalmente hablaban por horas sobre todo lo que les ocurría en el día.  

El día siguiente no fue más normal que el anterior. No había despertado en la habitación en la que usualmente lo hacía, esta vez estaba en un pequeño lugar junto a mis padres y mi hermano. Al abrir el closet para escoger qué ropa usaría, solamente encontré una camiseta blanca básica y un jean roto. Ese día fue bastante confuso, pues ya nadie me halagaba por la fortuna de mi familia, sino que me miraban con ojos de desagrado. Caminando por el mismo parque, un viejo se me acercó para ofrecerme comida, a lo que no contesté y seguí caminando, sin dejar que los eventos extraordinarios que estaban pasando me afectaran, pues la ignorancia predominaba en mí. Lo más curioso es que esta vez sí había animales, algo que solo descubrí cuando un zancudo posó sobre mi antebrazo, de no ser así, no lo hubiera percibido. 

Pensé que en casa hablarían sobre el asunto, pero no me digné a preguntar. Mi papá no estaba y, antes de cuestionármelo, escuché a mi mamá decirle a mi pequeño hermano: “Ve a dormirte ya, que no sentirás hambre si te duermes. Si papá tiene suerte, mañana volverá con comida”. Como yo no tenía hambre me fui a dormir en el colchón de aquella habitación. 

Desperté el día siguiente en mi verdadera habitación, en la tarde, pues mi madre, quien solía despertarme, no lo había hecho. Salí a caminar y noté que las calles solo eran recorridas por animales, ya que no había ni una persona. Tensionado, seguí mi trayecto para distraerme, hasta que se hizo muy tarde y regresé a casa. Tenía hambre, pero como no quería cocinar, decidí acostarme y cerrar los ojos hasta quedarme dormido.  

Entre los últimos días que había vivido, sin duda el que venía fue el peor. Desperté en un lugar completamente vacío, no llevaba ningún tipo de vestidura, el ambiente estaba completamente silencioso, tanto que mis inhalaciones y exhalaciones eran los únicos ruidos que competían para definir cuál era el sonido más fuerte del lugar. Empecé a caminar, confundido, mirando hacia todas las direcciones en busca de algo que me indicase qué estaba ocurriendo. Pasaron horas sin que algo pasara, me quedé sentado, desnudo, con las piernas cruzadas. Transcurrió tanto tiempo que no pude llevar la cuenta, pero sé que pasaron semanas, incluso meses.  

Por fin sucedió algo. Sentí, después de tantas décadas sin haber sentido nada, una emoción se adentró en mi alma. En ese momento no logré identificar qué era, pero más tarde supe que era conocido como desesperación. A ese sentimiento lo siguió la frustración, la ansiedad, y la nostalgia. Este último fue el que más me impactó, pues no recordé haber sido feliz o algún momento que me alegrara en el pasado, pero extrañaba algo, extrañaba ver a tantas personas, animales, árboles, escuchar a mi familia hablar sobre temas absurdos…  

Algo aún más extraño ocurrió posteriormente: una pequeña gota de algo similar al agua salió de mi ojo izquierdo y descendió rápidamente hasta ser detenida por la comisura de mis labios. En ese momento una luz cegadora iluminó todo el lugar, y más tarde aparecí en un hospital, postrado en una cama, conectado a diversos aparatos. Miré mi brazo y algo había cambiado; la piel estaba frágil, delgada y flácida, me costaba moverme, pero, tras un esfuerzo, logré mirar hacia mi derecha. Allí estaba una joven doctora de piel morena, mirándome con una sonrisa en su rostro que, aunque era escondida por su tapabocas, era bastante notable.  

Dieciséis años después había despertado de un coma y todo había cambiado. Los tres miembros de mi núcleo familiar habían fallecido en un accidente automovilístico, lo que significaba que estaría solo por el resto de mi vida. Salí del hospital apoyado de un bastón, con la mentalidad de intentar cambiar todo lo que había hecho con mi vida desde que nací, pero ya era muy tarde. Quise conocer a gente nueva en el parque, pero nadie quería mantener una conversación conmigo.  

Un sentimiento que no conocía me había invadido: el arrepentimiento. Había desperdiciado tantos años de mi vida por una manera de pensar que nunca quise cambiar, y ahora que quería restaurar mi forma de ser, no pude lograrlo. 

Lo único que me quedó por hacer fue aguardar hasta que ocurriera lo que tanto había esperado, morir. Lo más triste de esta historia es darse que todo te puede decepcionar, incluso algo que es seguro. Cuanta más ansia tengas por la llegada de algo, más fuerte será la decepción al darte cuenta de que no llega. Tanto tiempo esperando una muerte que nunca llegó. Ahora tengo más de un centenar de años y el querido descanso no ha llamado a mi puerta. 

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