Cristóbal Díaz Parra 9°C
Lo que es realmente el amor
Ustedes me entenderían si la hubieran conocido. No tardó mucho para hacer que me enamorara de ella. Su sedoso cabello castaño, su hermosa sonrisa que al verla hacía que yo sonriera, sus encantadores ojos marrones que atrapaban mi mirada y la centraban sobre ellos, su increíble sentido del humor, le gustaban cosas que a mí también… Podría quedarme horas describiendo lo que me enamoró de ella.
Cuando yo tenía doce años, ella se matriculó en el colegio al que yo asistía, ahí fue donde la conocí. Yo era mayor que ella por siete meses, pero estábamos en el mismo grado. En el colegio, los hombres y las mujeres no estudiábamos en el mismo salón, así que eran pocos los momentos que tenía para acercarme a ella. Sin embargo, no aprovechaba esos momentos, ya que no tenía el suficiente valor para sentarme junto a ella, ni mucho menos dirigirle la palabra, así que me quedaba sentado unos cuantos metros de donde se encontraba, y me pasaba todo el recreo observándola, mientras comía poco a poco cada una de las rosquitas que había empacado, o mientras le daba pequeños mordiscos al sándwich tan especial que hacía mi madre. Esto lo hice por varios meses, hasta que, un día, exactamente el 16 de enero (lo recuerdo porque fue muy importante para mí), por fin le dije algo: “Oye, se te cayó tu cuaderno”, y lo recogí para después dárselo. Simplemente me contestó: “Oh! Gracias”, y siguió su camino.
Aunque muchos pudieran no darle importancia a este evento, consideré aquella situación una de las más felices de mi vida. Nunca creí que dos palabras podrían afectar tanto a una persona, y es aún más impresionante porque sólo son una interjección y una expresión de agradecimiento común. Sin embargo, esas dos palabras me dieron el coraje para acercármele por fin, aunque al principio sólo la saludaba o le decía frases cortas.
Cuando tenía trece años, le di unas flores en el colegio, las cuales recibió con una cara de confusión, me dio las gracias y se fue. Yo sentía que había logrado algo increíble, y que había avanzado bastante en el proceso para alcanzar mi objetivo. Después de las flores, seguí haciendo otras cosas, pequeñas, como escribiéndole poemas, o comprándole un dulce de la tienda del colegio, o no sólo cosas materiales, sino que la ayudaba en lo que necesitara (y también en lo que no necesitara) y la trataba de la mejor manera que se hacía posible para mí.
Lo que yo percibía era increíble, sentía que ella sentía algo por mí, y que sólo era cuestión de tiempo para que ocurriera lo que tanto tiempo estuve esperando. Sin embargo, las cosas no eran así, y no fue hasta que un buen amigo se acercó a mí al final de un recreo para hablarme. Recuerdo muy bien que me dijo “¿para qué haces tanto por ella? Todos sabemos que no te quiere”. No le respondí, simplemente me fui al salón, enojado (y aunque sólo quería sentir eso, en lo más profundo de mi ser sabía que ese chico tenía razón, lo que causaba tanta tristeza que opacaba al enojo, y no pude aparentar esa rabia que prefería sentir, así que fue inevitable sacar un leve llanto silencioso para que no causara burlas por parte de mis compañeros).
En los siguientes años de colegio no volví a hablar sobre el tema, y no le demostré más afecto. Me alejé de ella, de sus amigos, e incluso de mis amigos. Pese a esto, mis sentimientos hacia ella no disminuyeron, se intensificaron y llegaron a un nivel más alto de lo que nunca habían estado, y esto no le favoreció a mi salud mental. La única manera en la que podía expresar mis sentimientos hacia ella era por medio del arte (el arte de escribir, que era lo que más me gustaba), y lo ponía en palabras sobre una hoja, en canciones, poemas, cuentos, y demás maneras para expresar lo que sentía sin decírselo, pues me negaba a decirle cosas tan bellas a una mujer que no sentía ni la mitad de lo que yo sentía.
Me gradué, estudié derecho en el extranjero, y trabajé en el mismo país en el que estudié. No volví a saber de ninguno de mis excompañeros, ni quise saberlo. Olvidé a todos con quienes compartí más de quince años de mi vida, a excepción de la chica de quien me enamoré a tan corta edad, y a quien amé hasta el día de mi muerte.
Nunca me casé, ni siquiera tuve novia, pues no me sentía atraído a nadie, sólo a aquella mujer, quien se encontraba a más de ocho mil kilómetros lejos de mí, si es que no se había ido a otro país y no me había enterado. Mi vida se enfocaba en dos cosas: trabajar y sacar sentimientos de mi corazón y arrojarlos con tinta sobre un papel. No tenía familia o amigos de los cuales preocuparme (o que se preocupasen por mí), y vivía sólo en un departamento de poco menos de cincuenta metros cuadrados, así que llevaba una vida simple en el exterior, pero seguía siendo profunda en lo que confiere a sentimientos. En el trabajo muchos decían que llevaba una vida aburrida.
Un día, una mujer me pidió que fuera el abogado de su esposo, quien había sido acusado por fraude y no tenía quien lo defendiera en la corte. Tardé muy poco en darme cuenta de que esa mujer era la chica con la que soñé desde los doce años. Acepté inmediatamente, sin siquiera escuchar los detalles que ofrecía. Me dijo que me había buscado precisamente a mí porque sabía que era uno de los mejores abogados de la ciudad, y que sabía que habíamos estudiado juntos, por lo que tenía un poco más de confianza conmigo que con un abogado cualquiera. La alegría del momento no me permitió percatar que eso de que me había buscado a mí por ser bueno en mi trabajo sólo era una manera de que accediera con mayor probabilidad a su petición, ya que como me dijo anteriormente (pero, reitero, no le presté atención debido a la alegría), no tenía quien lo defendiera en la corte.
Después de aquella agradable reunión volví a tener el coraje para hablarle (de algo que no estuviera obligado a hablarle debido a mi trabajo), y esta vez tuvimos una conversación simpática. Me puso al tanto de su vida, y me dio la dirección de su casa, ya que me había invitado para hablar sobre el caso de su esposo, volviendo a temas del trabajo. También le di mi dirección, por si necesitaba consultarme algo.
Volví a motivarme, y esta vez iba en serio. No le di importancia al hecho de que estuviera casada, pues estaba seguro de que mi amor hacia ella era más grande que el que podía sentir él. Esa noche me dediqué a escribirle una carta que por fin sería enviada, así que plasmé en ella todo lo que había escrito en tantos poemas y canciones. Le declaré mi amor varias veces por medio de metáforas y comparaciones un tanto extrañas, para concluir con un cliché que no quería evadir, “te daré mi corazón”.
Envié por correo aquella carta, y esperé por varios días una respuesta que nunca llegó. Sólo recibí por parte de ella una llamada, con la que me dijo que buscaría otro abogado para el caso de su esposo, y que, si volvía a enviarle una carta así, me denunciaría por acoso.
No volví a saber de ella. Mi vida empeoró en todos los aspectos: no volví al trabajo, dejé de comer saludablemente, caí en depresión, y mi salud empeoró.
Recuerdo mi última noche, estaba fumándome mi octavo cigarrillo del día, sentado en mi cómoda silla roja, tranquilamente, hasta que empecé a toser y toser, por varios minutos, luego me ahogué hasta que dejé de respirar. Caí sobre la alfombra y morí.
Mi vida acabó tristemente, pero por lo menos se cumplió la única petición que hice para cuando muriera, algo que cumpliría una promesa que había hecho.
Al día siguiente, llegó un paquete a la casa de la mujer, que tenía mi nombre escrito sobre ella. Recogió el paquete, y cuando lo tuvo entre sus manos sintió unas vibraciones, como latidos. Sólo diré que al ver lo que había dentro ocurrió en ella algo que provocó que nos reuniéramos nuevamente.
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