Por: Luciana Araque Uribe
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Se dice que nadie está a cargo del tiempo, pero este no era el caso del señor Zareb Saidi, un hombre de 72 años, con su piel ya dorada por tantos años de sol, con los pocos pelos que quedaban en su cabeza de color blanco y el cual usaba las mismas vestimentas cada día. Él había nacido y permanecido en el osete de África toda su vida, y aunque no tenía muchas historias para relatarle a sus nietos, aquellos que nunca había visto, el trabajo que a esa edad tenía no se comparaba con ningún otro, pero antes de descubrir porque, déjenme relatarles un poco más sobre él y su familia.
Zareb creció como cualquier otro joven en África, no tuvo la infancia más sencilla, pero más adelante encontró una hermosa esposa de la cual en la actualidad se desconoce, ambos tuvieron una dulce hija que llamaron Alika, con la cual Zareb perdió contacto después de que esta emprendió un viaje a América, donde conoció a su esposo y padre de sus hijos; un hombre empresario y elegante quien tenía más que suficientes ganancias para malcriar al resto de la familia.
Zareb vivía en un imponente faro en medio del mar, bajo un reloj tan grande y brillante como el reflejo de la luna en un lago cristalino; ambos estratégicamente ubicados en el meridiano cero. Él se levantaba cada día a las 5:35 a.m., con el primer rayo del alba y con los aullidos estremecedores de Greenwich, el perro fiel que lo acompañaba hace algunos tantos años; aunque no tuviera claro por qué aullaba cada día a la misma hora, nunca fallaba, por lo que Zareb no se preocupaba por encontrar otra forma de levantarse.
Después de despertar este gran Señor, tomaba su caja de dientes, la cual dormía junto a él en un vaso de agua encima de su mesita de noche, agua que cambiaba casi a diario, se ponía sus arrugadas vestimentas habituales, sonreía con su amarillentos pero útiles dientes postizos para luego subir torpemente las 20 escleras que se encontraban entre su habitación y la punta del faro.
La relación que él tenía con el reloj, aunque podría no parecerlo, afectaba a todos, su trabajo, era vigilar cada movimiento del reloj más preciso del mundo. Muchos no entenderán esto, pero lo que Zareb controlaba era la hora exacta del reloj que estaba sincronizado automáticamente con la hora real de todas las capitales del mundo, y aunque esta labor la hiciera un hombre tan común la responsabilidad de este era inmensa, ya que el reloj supuestamente perfecto, ocultaba una falla atroz, cada 18 horas 12 minutos y 9 segundos se retrasaba 1 minuto exacto, causando un efecto dominó con el resto de los relojes en el mundo. Este era un secreto entre Zareb y su jefe, pero su amada hija también conocía la importancia del trabajo de su padre y sentía calma cada vez que veía marcando precisamente la hora en aquel pequeño reloj de pulso que había sido un regalo de su padre y que nunca se quitaba de la muñeca de su brazo izquierdo.
Al cabo de los años Zareb se sentía más agotado y débil, el sonido de los aullidos de Greenwich que antes no le molestaban ahora se tornaban como un aturdidor grito que ensordecía sus oídos, y el simple hecho de levantarse de su cama o subir una de las 20 escaleras que recorría cada día llegó a convertirse en un desafío cada mañana. Para él estas complicaciones no eran realmente un problema porque más que el amor a su trabajo, la importancia y la responsabilidad que caía sobre él era lo que lo motivaban a seguir, de este personaje dependía la puntualidad del mundo…, Los altos ejecutivos llegando a su trabajo, niños asistiendo a su colegio, enamorados cumpliendo con sus encuentros, registros de nacimiento y defunción de millones y muchas más situaciones requerían de su obligación y Zareb era consiente de esto.
Llegó el invierno acompañado de días más cortos, noches más largas y temperaturas más bajas que alistaban a todo el mundo para las vísperas de navidad. Entre emoción y alegría llegó el solsticio de invierno, y Alika más que cualquier otra persona conocía que este era el día más corto del año, con una duración de 9 horas y 49 minutos, detalle que le había enseñado su padre desde niña. Ella era más consiente del tiempo gracias a él y este día especialmente le causaba emoción y nostalgia.
Cuando era pequeña, su padre le contaba año tras año que el sol se ocultaría más rápido, se lo explicaba diciendo que el señor sol se cansaba de otorgarnos su luz cada día, en el invierno sentía frío y se tomaba unas horas de descanso, saliendo de la cama más tarde en la mañana y durmiéndose más temprano en la noche, y abriéndole paso a la señora luna cada 21 de diciembre. Pero algo extraño ocurre, descubre que ya se ha encondido el sol, y al ver su reloj se da cuenta que este acontecimiento sucedió antes de lo previsto.
Seguramente nadie lo había notado, un hecho que pareciera insignificante causó que Alika sintiera un hueco en su pecho, y un nudo en su garganta; ante lo ocurrido ella no quería apresurarse a concluir lo que pasaba por su cabeza, sale al balcón de su moderna y lujosa casa, solo le bastó mirar al cielo y comprender que simplemente había sucedido. El tiempo de su padre se había detenido y el tiempo del resto del mundo iba con paso lento. La luz de aquel faro brillaría en el cielo como una estrella, comenzando la nueva historia de la señora luna y el señor tiempo.